Hay amores que duran años y se viven como un relámpago. Hay otro tipo de amores que, por su parte, duran instantes pero son tan fuertes y violentos que parecieran existir una vida entera.
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Hoy despierto buscándote en el lado contrario de mi cama, ese minúsculo espacio sagrado que hiciste tuyo por unos momentos. Abro los ojos y las primeras palabras que cruzan por mi boca se apresuran a querer preguntarte qué vas a querer desayunar, esa sutil indirecta para advertirte que se hace un poco tarde y se ha llegado el momento de despertar.
“¿Cómo puedes amanecer siempre con una sonrisa?”, me preguntaste alguna vez. Quizá en esos momentos la emoción ni siquiera me permitía pensar en una respuesta que resolviera tu intriga, pero hoy que vuelvo a amanecer sin ti, entiendo que esa felicidad, esa alegría, esa emoción, esa sonrisa que pocos me conocen, ese yonosequé que instantáneamente me desbordaba al despertar, ese yonosecómo que sentía profundo en el abdomen al verte a mi lado por las mañanas… que todo ello era provocado por ti, por esa sensación de orgullo, de satisfacción, y al mismo tiempo de dudosa y tierna incertidumbre por verte a un lado mío, por saber que otra vez iniciaba mi día contigo, por saber que estabas ahí y que tu boca -esa que siempre me hizo sentir tan débil, tan ingenuo y tan inocente- también estaba ahí, a tan solo unos cuantos besos de mí.
¿Sabes? Siento como si fuésemos un par de estrellas que colisionaron tan rápido, tan aprisa, que el impacto fue emocionalmente violento. Y yo no lo sabía -hasta hoy- pero esa misma violencia, esa forma de absorbernos, de juntarnos, de fundirnos y ser un solo cuerpo… todo era tan solo un presagio, una muestra del breve instante que existiríamos antes de implosionar. Éramos dos estrellas tan iguales, tan parecidas, que al chocar con el otro en realidad lo que hacíamos era chocar contra nosotros mismos. Hoy que ya no existimos, esa galaxia que tanto imaginamos juntos deambula solitaria por los las esquinas más olvidadas del universo, como buscando a alguien que decida habitarla, alguien que decida volverla real.
Es por eso que, cuando cae la noche y las estrellas se vuelven cada vez un poco más visibles, mi mente me transporta a tu lado, a aquella vez que desesperadamente buscábamos por el cielo una lluvia de estrellas fugaces que alguien nos prometió, queriendo fotografiar esas estelas de luz, como si quisiésemos detener el tiempo y vivir impresos en ese momento por toda la eternidad, sin pensar que éramos ellas en realidad y nuestra fugacidad nos ponía desde entonces una fecha de caducidad.
Algunos días, en medio de esos pequeños ataques de pánico que me agobian cada vez que amanezco y vuelvo a descubrir que ya no estás, aprieto mis ojos y deseo desde el punto más profundo de mi alma que las cosas fuesen diferentes. Quisiera poder haber tomado más pausas, poder habernos sentado en alguna plaza de alguna nueva ciudad a tomar un respiro, o dos, o mil… a disfrutar un poco más de los segundos y dejar de pensar tanto en las horas y en los días, a tomarnos de la mano y vivir en el presente antes de pensar en el mañana, a dibujarnos con las yemas un camino infinito entre nuestros lunares, como conectando los puntos una y otra vez hasta jamás terminar . Sin embargo, y sin alternativa, hoy uso la poca fuerza que aún me queda para voltear al cielo e imaginar que en alguna de esas estrellas continúas viajando tú, que ahí estás, que ahí sigues, y aunque no me atreva a decírselo a nadie, te confieso que lo hago deseando que en algún momento esa estrella, tu estrella, vuelva a cruzarse por mi universo.