De noche mis sentidos se vuelven finos y logro ver y sentir y escuchar hasta el más pequeño murmullo del aire entrando por la ventana.
De noche, mientras busco conciliar el sueño, la oscuridad se apodera del cuarto y me envuelve en una sábana cálida y fría a la vez, una sábana que no deja que nada me toque pero que tampoco me deja tocar, una sábana que me aísla y me hace orbitar como una luna sin brillo propio.
De noche una docena de personas rodean mi cama y me observan, y las observo. No logro distinguir quiénes son, ni sé si ellos saben quién soy, y aunque intento preguntarles, mi voz no existe y por más que intento gritar y pedirles auxilio mis labios se niegan a moverse.
De noche, cuando logro abandonar la cama, corro al baño a empapar mi rostro, y veo en el espejo cómo la gravedad recoge el agua y logra disfrazar mis lágrimas. Y me observo, y me juzgo, y platico conmigo mismo, y grito por dentro y aprieto mis manos y con mis uñas rasgo mis palmas hasta que ya no las siento más, hasta que mi mente se olvida de ese reflejo sin emociones que me hace recordar que aunque esté, en realidad no estoy.
De noche me transporto de mi cama a tu cama y siento nuevamente tu aroma mientras me pides que te abrace, y me da por pensar en ti, en mí, en nosotros, en lo que éramos y en lo poco que somos, en todas las cosas que siempre te quise decir y nunca pude. Si tan solo hubiéramos hablado las cosas desde un inicio, si tan solo hubieras sabido que te quería incluso antes de tenernos, si tan solo supieras que en tu cuerpo encontré el cráter perfecto para alunizar, que tus labios despertaron en mí una curiosidad estúpida, que moría por conocer todo tu universo y que importarte siempre fue lo más importante para mí.
De día corro contrarreloj y guardo en frascos pequeños restos de luz, esperando que al caer la noche la oscuridad no logre apoderarse nuevamente de mí.