Berlin: la otra Alemania
Había postergado escribir esta nota porque aunque tenía algunas ideas claras de lo que quería describir, una parte de mí quería esperar a asentarme un poco más en la vida alemana para así tener algunos otros fundamentos o experiencias. Espero que ahora sea el momento indicado. 🙂
Hace un mes llegué a Berlin por segunda ocasión en mi vida. Debo decir que soy una persona que se aburre muy fácilmente con las ciudades. París, Roma, Madrid… Son ciudades que me sorprendieron pero que jamás dejaron en mí esa necesidad o sentimiento de querer visitarlas alguna vez más. (Claro que iría nuevamente, sin duda, pero no estarían en mi lista de prioridades en una eventual oportunidad de viajar por Europa). El punto es que desde hace dos años me enamoré de Berlin y desde que regresé a México no hubo ocasión alguna en la que no dibujara e hiciera crecer a esa pequeña pero enorme posibilidad de alguna vez regresar.
Bajo del avión, subo al metro y escucho nuevamente aquella mezcla de acentos alemanes y un sinfin de otros idiomas que en su intento por comunicar ideas terminan por crear un murmullo que encanta a mis oídos. Me gustaría decir que conozco Berlin de pies a cabeza –sé que no es así, pero sí una gran parte–, y sin embargo, aunque ya lo he visto repetidas veces, todo me resulta sorprendente: desde ver por enésima vez el Holocaust Memorial hasta admirar el eterno e imparable alboroto de las máquinas construyendo y reconstruyendo a una ciudad inmortal.
Algo de lo que he logrado identificar acerca de mi afecto por Berlin es que estoy fascinado por la cantidad y calidad de los monumentos y memoriales que ahí yacen. Por ende, y sin importar que es la tercera ocasión, acompaño a los guías voluntarios para ahondarme aún más en su rica historia llena de guerras, sufrimiento y determinación.
Escucho las explicaciones, algunas nuevas, diferentes, llenas de verdades –y algunas mentiras–, y en segundo plano observo y me inundo con el significado de cada uno de esos lugares. Es impactante la permutabilidad que estos tienen. Siempre descubro algo diferente. Siempre me lleno de una sensación distinta. Siempre me sorprendo.
Camino ahora por mi cuenta y de pronto tengo enfrente de mí el mayor vestigio de lo que algún día fue un muro lleno de opresión: el East Side Gallery. Cada una de las pinturas y murales que están en él plasmados me hacen recordar que fue una ciudad dividida, y en ese momento recuerdo una especie de reclamo que unas horas antes dijo nuestro guía y que en mis propias palabras va algo así:
Berlin estuvo dividido, por eso no tiene un centro. En realidad, tiene dos centros, y eso hace que todo esté separado y sea más difícil y agobiante visitar todo lo que hay por ver.
Más que agobiante y difícil, yo lo encuentro fascinante, y lo digo así porque es la única palabra que logro encontrar para describir la maravilla que es caminar por un montón de calles e identificar en cada una de ellas un poco de su historia y de las mezclas de culturas que ahí habitan. Berlin no tiene un centro, ni un monumento o punto de referencia como Paris con su Torre Eiffel, o Roma con su Coliseo. Todo aquí es distinto, pero es a la vez igual de importante y sobre todo: está lleno de significado, de pasión y está rodeado de una atmósfera equilibrada y perfecta.
Después de tres días maravillosos, parto hacia mi nuevo destino: Göttingen, y en los primeros días –tras decir que es mi primera semana en este pueblo y que previamente estuve en Berlin– escucho decir de voz alemana algo parecido a esto:
Berlin es algo diferente a Alemania. Berlin es como un país. Es fantástico. Visitas cualquier otra ciudad de Alemania y no vas a encontrar lo mismo que encuentras por allá. La cultura, las mezclas tanto de idiomas como de nacionalidades y las mil formas de pensar hacen de Berlin un país independiente. Te puedo decir, incluso, que los que dicen que han venido a Alemania tan sólo porque visitaron la capital están equivocados. Conocen Berlin, no conocen Alemania.
Berlin, en efecto, no es una ciudad, sino un país: un país mágico.